5 de noviembre de 2020

2.

El venezolano me llamó un veintipocos de diciembre, casi antes de cenar. Que estaba en un apartamento, allá por el casco antiguo. Me sorprendía con creces la facilidad que tenía aquel tipo para convencerme de cualquier estupidez. 

Llegué yo toda contenta con mis lápices de colores, porque habíamos quedado en dibujar. El venezolano tenía talento, sin duda, también para ésto. 
En cuanto entré al piso, me arrepentí; las sartenes pedían clemencia, el cenicero, piedad, ¿Por qué estaba ahí, en ese momento? La verdad es que no tenía ni idea, porque tampoco tenía necesidad. ¿Entonces?
Saqué mis pinturas de todas formas; él, sus drogas. Eso sí que no me sorprendió. 

De pronto estábamos metidos en una habitación fumando con el menor de los cuidados, porque al venezolano se la traía floja quemar la colcha de la cama. Como todo, en realidad. 
Me sacó la camiseta, porque se había decidido a dibujar por fin; mi estómago el lienzo. ¡Y dibujó! Pero tan pronto como había terminado me desnudó. Y yo a él, aun sabiendo tantas cosas.

No hicimos el amor, claro, con el venezolano eso no se hace. Miré el reloj al salir de la ducha y al volver al cuarto para vestirme, dispuesta a marcharme, vi unas bragas tiradas en el suelo que no eran mías. 

Llegué a  casa. Me volví a duchar, horrorizada, sin saber bien si me limpiaba los restos o intentaba hacer desaparecer la vergüenza. Y mientras, el venezolano me escribía. Como la primera vez.  
  

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