21 de septiembre de 2020

1.

    Hace tiempo andaba con un muchacho con el que me gustaba entrar a las iglesias de la ciudad. Lo hacíamos, ateos de la vida en general, aun sabiendo que nada ni nadie nos salvaría de nosotros. No había razón o motivo, sólo nos sentábamos en ese banco de madera maciza, elegido al azar y nos quedábamos en silencio un par de segundos. A veces yo pensaba en que podría haber aprendido a rezar de pequeña, porque nunca sabes cuándo vas a necesitar aferrarte a algo. Otras, le volvía a contar cómo el cura del pueblo le había dicho a mi abuela en aquella Misa del Gallo que su nieta iba a ir al infierno por zurda y pelirroja. 

    Hoy, años después, paseaba sin rumbo por el casco antiguo y me topé con el recuerdo de una tarde tirados en las escalinatas de mármol, machacadas por el tiempo y los chicles ya de color gris. Ardía una casa hecha de cerillas; el chico lloraba. Era la primera vez de tantas futuras despedidas (no)definitivas. Hoy frente a a esa iglesia hay una hamburguesería con muebles hechos de palés y un menú demasiado caro, y la terraza donde nos sentábamos a beber café y fumar, se ha convertido en un paso de cebra sin señalizar.

    Hoy hubiese soplado los fósforos; hubiese querido entrar y rezar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario