28 de abril de 2020

Costras.

Es como quitarse la costra de una herida; piensas que te va a doler.

Sopesas las opciones que tienes ¿Lo dejo pegado a mí, recordándome por qué está ahí como si no lo supiese de sobra o lo arranco ateniéndome a las consecuencias, cualesquiera que sean? Una y otra vez, le das vueltas en la cabeza ¿Y si me duele? ¿Y si lo echo de menos? ¿Y si es peor? ¿Y si no lo hago, entonces, qué pasará?
Acabas por decidirte; la vas a quitar de ahí, porque sólo afea tu rodilla o, en este caso, te marchita el corazón. Poco a poco levantas la capa reseca de recuerdos, con miedo a sentir dolor una vez más. ¿Por qué? Después de tanto tiempo ¿Crees que algo así va a hacerte daño? Tan necio como siempre.
La verdad es que te arrepientes en primera instancia, mierda, joder, no debería haber hecho eso, no está bien, ni siquiera le he preguntado, debería habérselo dicho ¿Por qué no habré dejado que la maldita costra se cayese sola? Mierda, mierda.
Pero en el fondo sabes que tiene que ser así, de nada sirve aferrarse a los restos de lo que no funcionó. Así que te envalentonas y ¡Zas! Arrancas de cuajo y para siempre lo que deberías haber limpiado en su momento y no hiciste por si escocía todavía más.

¿Ya está? Eso es todo, ahora sólo quedará una cicatriz como recuerdo.


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